domingo, 6 de septiembre de 2009

El último paisaje

Habría de encaminarse lento y solemne hacia la muerte algo más tarde. Pero ahora tenía cosas que arreglar no menos importantes. Como un caballero de triste figura escudriñó resignado y medio de reojo hacia el espejo biselado de la puerta del ropero. En la fresca penumbra de la pieza, el machimbre del piso se quejó despacito al adelantar un pie para acomodarse bajo la lámpara color hueso para poder verse mejor.  No pocas veces cambió el ángulo de la mirada, con la absurda pretensión de mejorar su aspecto. El viejo traje color malva mostraba lamparones brillosos con pedazos de estaño en los codos, botones desiguales y restos de tiza azul en los puños, pegoteada en algún billar trasnochado y maloliente. -No es buen apero para una ocasión tan grave - pensó.

En la calle el último cachetazo de sol caía sobre el empedrado. Mirando hacia el lado del arroyón, el contraluz prepotente mostraba el aire mugriento y espeso tiñéndose de fuego. Remolinos de mosquitos se alineaban, costeando la hilera de charcos verdosos y crujientes de sapos afiebrados, que se callaban por momentos, como payando con el griterío de pibes que venía del lado de la canchita de los hornos.

El hombre escuchó el griterío y se deleitó por vez primera. Pensó que así como ese día apareció un sonido entre todos los sonidos, a lo largo de los años, muchas cosas habría perdido y olvidado en el torrente de escenas que ahora recordaba de golpe. Quiso escarbar entre esos recuerdos y sacar a la superficie más voces. Y más olores y texturas. Pero no había más tiempo. Quizás en otra ocasión. Ahora había que regar los malvones, refrescar los macetones de cemento y salpicar el ajedrez del patio para que la tenaza del calor no enferme los sesos. Dejarle algo de comer al canario, más bien abundante, para que se arregle unos días, hasta que arrime algún vecino.

Con el tachito de alpiste en la izquierda, abrió con cuidado la puerta de la jaula mientras soplaba o casi silbaba una milonga acanariada y alegre.

Absurda y majestuosa imagen la del hombre que alimenta a su animalito antes de caminar a morir. Ingenua y desamparada situación la del pajarito que recibe su última ración. Porque no habrá vecinos.

Un repentino desparramo de aleteos interrumpe la milonga. El ave se asusta, ni sabe de qué. Para eso es pájaro. Pero también se asusta el hombre que para eso es hombre, y al sacar de golpe la mano de la jaula un alambrecito se le clava en el dedo. Apenas.

Y brota la gotita de rubíes, la milenaria sangre que una vez más aflora irrespetuosa, arrastrando una inevitable asociación de ideas en la cabeza del hombre: la herida, el acero, el dolor, el coraje, el honor, la muerte y la vida. La vida.

El hombre entendió o creyó entender entonces el mensaje que encerró el pájaro en ese aleteo abrupto, en ese desesperado sacudimiento de plumas que no era otra cosa que el más legítimo miedo a morir. El canario supo allí que la muerte había entrado en su jaula quizás para quedarse. 

 

El acero toledano que dormía envuelto en franela, a la izquierda y al fondo del cajón de arriba despertó con la caricia de una mano áspera y afectuosa, rozado por una casi imperceptible herida punzante de no mas calibre que un alambre de jaula. Brilló dos o tres veces en la penumbra de la pieza, alimentado su fulgor por la cercanía de la lámpara color hueso, antes de entrar en la vaina de cuero negro, lustrosa y gastada hasta el respeto.

Con un movimiento de bailarín, el hombre acomodó el cuchillo junto a su pecho, en la sobaquera de siempre. Pasó su mano sobre ella, palpando su volumen, su relieve tan conocido y familiar que le pareció que hasta tenía forma humana. 

Cerró los botones desiguales del saco y respiró profundo, muy profundo mientras acomodaba el lengue con el mentón bien arriba, parado frente al espejo.

Desde la calle llegó atropellando otro griterío repentino, como de gol, o de trifulca. Las primeras estrellas, mientras tanto, aparecían de a poquito por el lado del naciente, tintineando contentas como si no pasara nada.

El hombre colocó el funyi sobre su cabeza, deslizándolo despacio desde adelante hacia atrás, y con el mismo movimiento de mano, acarició el ala y ajustó su altura. Apagó la lámpara y acompañado por el rechinar del viejo roble del machimbre, dio cuatro pasos hasta la puerta de doble hoja que cerró al salir, con 2 vueltas de llave.

 

Rozando los malvones apuró el paso hacia los adoquines toscos que lo llevarían hasta el bajo del deslinde, donde otro acero, toledano o no, lo esperaba sediento.

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