miércoles, 13 de mayo de 2009

Imprecisiones y conjeturas


Para mí que Buenos Aires me esperaba desde siempre, guiñándome un ojo por encima de la General Paz, cabeceándome su complicidad en alguna madrugada sórdida, llena de humos del puerto y carteles de Queso Derqui y Confituras Cirio.
Los chicos de los suburbios como yo y como toda mi barra la veíamos desde lejos queriendo abordarla una tarde como si tal cosa. Se escondía casi siempre en almanaques de oficina, o en la voz de mi padre por las noches. En mis sueños, la veía tendiéndome un manto de chapitas de cerveza hundidas en el asfalto caliente, como un camino de brillantes. Como un rastro de corsos y bailongos callejeros, con mesas de hierro y zapatos trenzados. Todo era en blanco y negro, hasta el aterrador zumbido de los trolleys que me entraban por los ojos desmesurados.

Tal vez así era el Buenos Aires que vi -o que creí ver- con una textura gruesa e imprecisa que me gastaba el aliento; con mujeres de tapado gris y con autos de madera.


Desde la blanda calle de barro frente a mi ventana, la ciudad se iba construyendo en mi deseo, agigantándose mientras la soñaba en atardeceres húmedos con el pasto en mis rodillas y un sabor picante de tabaco rubio. La radio, algunas revistas y el coraje del Negro Pepe ayudaron a ensanchar el mito.

Y nosotros, como tantos otros, suburbanos y azorados, nos subimos al último vagón del Mitre, mirando hacia atrás y estrujando en una sola mano tres billetes sucios y medio paquete de cigarrillos a modo de coraza.

Y de golpe, al ver la ciudad por vez primera, el vacío en los pulmones, el no poder creer. El remolino de visiones lejanas que tantas veces sospeché en el horizonte atropellando sin pedir permiso. Sin contemplar nuestra inocencia que comenzaba a extinguirse en ese instante. Queríamos devorar todo y a la vez jugarla de veteranos, hacernos los cancheros, fumar y fumar para protegernos de lo hostil, de lo desconocido.

Hubo una época en que Retiro fue más grande. Y más grande fue el misterio de las cosas. Hoy, en esta tarde anaranjada, me doy cuenta de que en el exacto momento en que me di vuelta para volver a casa aquel día, la ciudad consumó su jugarreta preferida: comenzó a achicarse despacito, sigilosa como un agua que se escurre entre las piedras.

Fotografías de Horacio Cóppola