Tal vez así era el Buenos Aires que vi -o que creí ver- con una textura gruesa e imprecisa que me gastaba el aliento; con mujeres de tapado gris y con autos de madera.
Y nosotros, como tantos otros, suburbanos y azorados, nos subimos al último vagón del Mitre, mirando hacia atrás y estrujando en una sola mano tres billetes sucios y medio paquete de cigarrillos a modo de coraza.
Y de golpe, al ver la ciudad por vez primera, el vacío en los pulmones, el no poder creer. El remolino de visiones lejanas que tantas veces sospeché en el horizonte atropellando sin pedir permiso. Sin contemplar nuestra inocencia que comenzaba a extinguirse en ese instante. Queríamos devorar todo y a la vez jugarla de veteranos, hacernos los cancheros, fumar y fumar para protegernos de lo hostil, de lo desconocido.
Hubo una época en que Retiro fue más grande. Y más grande fue el misterio de las cosas. Hoy, en esta tarde anaranjada, me doy cuenta de que en el exacto momento en que me di vuelta para volver a casa aquel día, la ciudad consumó su jugarreta preferida: comenzó a achicarse despacito, sigilosa como un agua que se escurre entre las piedras.
Fotografías de Horacio Cóppola
1 comentario:
Lindo lindo.
Publicar un comentario